El verbo jugar nos corresponde, nos echa las culpas. (Aunque no nos pertenezca una mierda)
Recuerdo, rompimos nuestras huchas.
Recuerdo que martilleó la confianza, de hecho lo sigue haciendo, pero aquel fue sin embargo un golpe seco suficientemente fuerte como para resquebrajar la porcelana de nuestro futuro. Nosotros lo guardábamos depositado en un cerdito. Un golpe seco y silencioso como un terremoto que se siente a gritos y se llora a voces fue.
Recuerdo como se desperdigaron monedas de céntimo para que reuniéramos la cantidad suficiente, la cantidad deseada para comprar un balón.
Aquella era una pelota capaz de resultar pesada a un adulto y ligera a un niño.
Recuerdo. Jugábamos de noche en parques vacíos, la pelota resbalaba mucho más en césped recién cortado y regado, podíamos darnos la mano y sostener al mismo tiempo la esfera al pasear en asfaltos calientes, y durante el día aguardábamos como el pequeño que disfruta más leyendo bajo las sábanas de su cuarto con una pequeña linterna que a plena luz del día.
Una noche se me coló la pelota en tu tejado, te pedí que buscaras las llaves, te pedí que subieras y afrontaras que era tu turno. Que recuperases el balón aunque jugásemos a otra cosa.
Te lo pedí y ahora me cuesta coger el aire como en el mejor momento del juego, mientras el balón sigue en tu azotea y a mí se me subieron las almas gemelas desde tus pantorrillas a mi garganta.
Recuerdo como escribía en presente, y ese es otro de los calambres.