Recuerdo mi primera clase de matemáticas.
Por entonces tenía 7 años, menos a mí todos mis asuntos les parecían sencillos a las personas que me rodeaban. La primera clase fue familiar. Recordaba sentir lo mismo cuando contaba con mi madre: los reconocí enseguida, esos eran los números.
Cuando conocí las matemáticas mejor me limité a sonreír. Sonreía a una pizarra, bueno, en concreto le sonreía a él, que obligado por nuestro profesor intentaba sumar dos nombres, para él comunes, para mí propios.
Lucía + Iván =
Aumentó la dificultad de las matemáticas y nuestra estatura. No por esto dejaron éstas de apasionarme, siempre con los deberes en la cabeza y el libro bien abierto, con los márgenes abarrotados de corazones esperanzados.
Debían coincidir los resultados.
Yo era buena en matemáticas, pero aquella tal Nuria era mucho mejor. Sus conclusiones siempre eran acertadas y recuadraba los resultados con bolígrafo fucsia. Él pedía ahora su ayuda cuando no comprendía los ejercicios de geometría, era yo quien no lo entendía.
Ese año empecé a odiar aquellos problemas de enunciados estúpidos sobre compartir los lápices de colores o cambiar cromos a la hora del recreo.
Fue la primera vez que suspendí matemáticas, fue la primera vez que lloré por matemáticas.
Tras las propiedades conmutativas, distributivas, el estudio de los números naturales, reales, la descomposición de números primos, el peso, las longitudes, el tiempo, la geometría, el área y los perímetros, las fracciones y su máxima simplificación, el mínimo común múltiplo, el máximo común divisor, correr la coma...creía sentirme preparada para resolver cualquier problema que rellenase los gruesos años de una vida hecha cuaderno de papel.
Sin embargo me sorprendieron las raíces cuadradas, las ecuaciones, X, XX, XXX, el sexo, las rectas, tus rectas que derivaban de funciones convexas, las curvas, mis curvas, los límites que no pude rozar cuando buscaba tus máximos y mínimos… y aquellos puntos de inflexión: querer odiarte, odiar quererte.
Recuerdo la primera vez que lloré por las matemáticas y comprendo que seguiré haciéndolo, aunque ahora entienda un puñado de términos más.
Querido cuaderno de matemáticas..., originalmente cargada por Sisenublaelsol.
Por entonces tenía 7 años, menos a mí todos mis asuntos les parecían sencillos a las personas que me rodeaban. La primera clase fue familiar. Recordaba sentir lo mismo cuando contaba con mi madre: los reconocí enseguida, esos eran los números.
Cuando conocí las matemáticas mejor me limité a sonreír. Sonreía a una pizarra, bueno, en concreto le sonreía a él, que obligado por nuestro profesor intentaba sumar dos nombres, para él comunes, para mí propios.
Lucía + Iván =
Aumentó la dificultad de las matemáticas y nuestra estatura. No por esto dejaron éstas de apasionarme, siempre con los deberes en la cabeza y el libro bien abierto, con los márgenes abarrotados de corazones esperanzados.
Debían coincidir los resultados.
Yo era buena en matemáticas, pero aquella tal Nuria era mucho mejor. Sus conclusiones siempre eran acertadas y recuadraba los resultados con bolígrafo fucsia. Él pedía ahora su ayuda cuando no comprendía los ejercicios de geometría, era yo quien no lo entendía.
Ese año empecé a odiar aquellos problemas de enunciados estúpidos sobre compartir los lápices de colores o cambiar cromos a la hora del recreo.
Fue la primera vez que suspendí matemáticas, fue la primera vez que lloré por matemáticas.
Tras las propiedades conmutativas, distributivas, el estudio de los números naturales, reales, la descomposición de números primos, el peso, las longitudes, el tiempo, la geometría, el área y los perímetros, las fracciones y su máxima simplificación, el mínimo común múltiplo, el máximo común divisor, correr la coma...creía sentirme preparada para resolver cualquier problema que rellenase los gruesos años de una vida hecha cuaderno de papel.
Sin embargo me sorprendieron las raíces cuadradas, las ecuaciones, X, XX, XXX, el sexo, las rectas, tus rectas que derivaban de funciones convexas, las curvas, mis curvas, los límites que no pude rozar cuando buscaba tus máximos y mínimos… y aquellos puntos de inflexión: querer odiarte, odiar quererte.
Recuerdo la primera vez que lloré por las matemáticas y comprendo que seguiré haciéndolo, aunque ahora entienda un puñado de términos más.
RECUERDA, para resolver la división debes correr la coma hacia la izquierda tantos espacios como ceros haya. Será todo tu-yo. |