La Muerte cansada de separar comenzó a precipitar.
Echó de las camas a las ausencias y las abandonó heladas en congeladores,
impacientes ante el próximo apagón.
Cambió el azúcar por la sal, la cicatriz por el escozor,
llevó al zapatero el calzado que ya no retumbaba a mujeres ni arropaba a varones.
La Muerte asfixió los suspiros y prohibió todo sustento líquido que retroalimentara las cuencas oculares,
la verdadera muerte erradica la llantina.
Sustituyó toda la vajilla por cuencos de cartón y vasos de plástico,
la ironía de celebrar día a día separados los cumpleaños de una vida.
Hizo porcelana fina los huesos, osteogénesis;
creó nudos en la tráquea y en el estómago de forma fisiológica.
La Muerte vuelve cotidiano el amor.
No otra, y no es aquella.
No se lleva las ganas de sexo, ni la sexualidad, sino que trae cualquier perdedor de trenes a la cama con un ramo de oportunidades que marchitar.
La Muerte cansada de separar comenzó a precipitar y creó todos los monstruos bajo mi cama.
Ella se encargó de que los enamorados se rindieran antes de que tuviera que hacer su trabajo porque quedó atrapada en tu estroma interior, en tu sencillez simple, en un sentir feliz que hasta a ella resultaba amargo.
La Muerte no se va a olvidar de ti y quizás yo tampoco lo haga, pero, ¿de veras importa eso ahora?
Debo dejar de escribir sobre cosas que ya escribió Benedetti.